Aquel sábado se presentaba tranquilo y apacible. Era una mañana fresca y despejada, aunque algunos nubarrones todavía dispersos amenazaban con cambiar el aire del lugar. William había amanecido decidido a cambiar los preconceptos que caían sobre su persona con la fuerza de un granizo.
Sus estudios de teología en la escuela de Rugby le insumían mucho tiempo y energía; sin embargo siempre se hacia un espacio para practicar deportes y encontrar algo de alivio en el esparcimiento. Su físico más bien robusto y su temperamento inquieto e incluso algo soñador, no encontraban sintonía en aquel fútbol que practicaban por aquel entonces.
Aborrecía esas interminables jornadas de fútbol en las que sus compañeros y rivales, entre puntapiés y zancadillas, se amontonaban en verdaderas montañas humanas de entre 50 y 100 jugadores.
Su escasa habilidad con el pie y su figura poco espigada lo alejaban de la excelencia deportiva y la notoriedad. Necesitaba una disciplina distinta, más integral, donde pudiera dar rienda suelta a sus habilidades hasta ese momento escondidas, y por sobre todo tuviera acceso a la felicidad. Deseaba un deporte más perfecto, más dinámico y con lugar para todos.
En aquellos tiempos, sus actuaciones se confundían en el olvido y deambulaban entre la indiferencia y algunos tímidos pero dolorosos silbidos. No deseaba seguir practicando un deporte en donde solo recogía críticas y alguna que otra reprobación.
Era noviembre de 1823 y próximo a cumplir 17 años una jornada memorable parecía emerger por entre la tranquilidad y parsimonia de aquel viejo colegio, uno de los mas celebres y antiguos del reino, que impartía enseñanza desde 1567.
La noche anterior había sido un poco agitada. Se fue a dormir sabiendo que no toleraría la llegada de otra jornada deportiva tan chata y monótona como de costumbre. Esa mañana había amanecido decidido a cambiar esas reglas del fútbol tan alejadas de su fantasía. Creía que con su aporte, el fútbol podía trasladar sus límites hasta horizontes insospechados.
A poco de comenzado el partido la sinrazón se apoderó por un instante de su persona, y en un rapto de rebeldía (o lucidez) su imaginación lo transportó muy lejos, hacia un deporte distinto, mas completo e integral. Ante el asombro y sorpresa de compañeros y rivales que atónitos observaban la escena, tomó con fuerza la pelota entre sus brazos y con fiereza corrió con ella hasta detrás de la línea de meta.
Fue un momento mágico y sublime, que quedaría gravado en varias crónicas y textos de aquella época.
Ese día, William volvió a su casa como siempre y siguió al pie de la letra su habitual rutina pos partido. Quitó el barro a sus tapones de cuero, reemplazó luego su ropa por su característico pantalón pijama, acomodó los zapatos junto a su cama y se metió en ella satisfecho y complacido.
Ya en su cama se dispuso a volcar en su pequeño cuaderno de anotaciones cada detalle de la memorable jornada. Por un instante, un sueño profundo lo invadió de repente y no alcanzó siquiera a escribir una palabra. Acaso porque su obra ya estaba escrita.
Desde esta pequeña tribuna rendimos nuestro sincero homenaje a William Webb Ellis, quien con su corrida inmortal dio nacimiento a nuestro querido deporte, el Rugby.
Por Sebastián Perasso
Nota: Cuando se instituyó una competencia mundial a jugarse entre naciones, el International Rugby Football Board (como se llamaba) entonces puso en juego para su Rugby World Cup el trofeo William Webb Ellis.